sábado, 5 de febrero de 2011

Uno y Mil Juegos


Guaraca

En un post anterior he mencionado que para nosotros, los chicos de la 9 de Larco, la vida era una empresa variada y fascinante. Y es verdad. Del tiempo transcurrido entre mis diez y once años, sólo recuerdo los juegos. Jugábamos a ser cazadores con nuestras guaracas apuntando hacia latas de leche, botellas, roedores, y otros animales (cosa que hoy deploro). Jugábamos a ser pescadores en acequias cristalinas que hospedaban las carnadas mientras nosotros caminábamos hasta los jardines del Golf y  Country Club, a seguir jugando. Invadíamos el San José y el Claretiano para desafiar a los pituquitos a jugar al fútbol, Íbamos a la playa a jugar pelota en la arena y comer Turrón (el nuestro, el anaranjadito). Montábamos bicicleta y recorríamos el distrito como una verdadera Patrulla Juvenil. En la avenida Industrial confiscábamos Caña de Azúcar con un mecanismo inimaginable desde los trailers que la transportaban. ¿De donde salía tanto tiempo? En primer lugar del hecho de que no tenía que estudiar los cursos. Asistía a clases y la memoria me permitía responder los exámenes, orales o escritos, sin vivir recluido en casa. En segundo lugar, del método competitivo que para enseñarnos las materias tenía el profesor César Romero. Así, hasta las clases eran un juego interesantísimo. Pero como no estábamos contentos con nada, al interior de la familia inventamos un par de juegos que nunca salieron del seno de la misma (entiéndase por familia a mis hermanos y primos).

         Teníamos dos patios divididos por un muro de aproximadamente 1.80 metros de altura. El juego consistía en elevarse y descolgar el balón (estaba prohibido el mate) en el otro patio. El defensor debía evitar que el balón pegara en el piso y el atacante debía hacer que el balón diera en él. Con 15 puntos se ganaba. La altura del muro cegaba tanto al atacante como al defensor. Por donde vendría el ataque y en donde estaba la defensa, era un verdadero misterio. Era como un vóley, pero despacio y a ciegas y lo jugábamos con mucha honestidad.

         Otro juego que inventamos y jugamos durante algún tiempo fue Las Propagandas. Consistía en adivinar que propaganda se presentaría en la TV en cada instante durante las respectivas tandas. Puesto que sabíamos que propagandas estaban en boga, adivinar era posible. Eran los tiempos de “Pide Soda Día”, o “Todos se toman mi Cerelac, me voy...¿Qué estas haciendo diablito?”. Y por supuesto, la mítica “Pásame la Manty”.

         Otro juego pre-cubo mágico para rompernos la paciencia fue BOLERO. Consistía de un pequeño madero de unos doce centímetros de largo, en cuya punta adelgazada como un lapicero debía ensartarse una bola de madera que tenia un orificio para ese propósito. El concepto era simple, pero tener éxito jugándolo no era sencillo. El cubo mágico fue un salto tecnológico considerable, un juego para “inteligentes”. Hasta se hicieron concursos en la TV y todo. Pero básicamente cada actividad era lúdica. Por supuesto habíamos jugado años antes las Escondidas, La Lleva, Bata, Botella Borracha, Teléfono Malogrado, Matagente. Y los varones en exclusiva jugábamos Bolitas, Trompo, Run-Run, Yo-yo, etc.

Bolero
          Mi impresión es que un niño que juega será un niño feliz. Pero el juego debe implicar la interrelación, la posibilidad de gozar, reír, llorar, emocionarse, hacer más ricos los procesos, desarrollar habilidades de diversos tipos logrando además canalizar energías que de otro modo se pueden expresar violentamente.

         Por eso cuando veo chicos muy jóvenes con sus rostros amargados, respondiendo preguntas llenos de ira, creyendo que el mundo está contra ellos, me pregunto si no es carencia de lo lúdico la raíz del problema. Hay generaciones de niños y jóvenes que han crecido casi sin interacción social, cuya única experiencia de juegos ha sido frente al monitor de la PC o de la TV. Fueron reducidos a ello por padres muy trabajadores que no tenían tiempo para jugar con sus hijos, o por la violencia de las calles de la que querían proteger a sus vástagos y los recluyeron en un departamento. Pero ni un monitor ni un televisor reemplazan la interacción. EL juego es inherente al ser humano y la interacción lo es más. Los juegos frente una pantalla no nos permiten liberar emociones ni conocerlas en muchas casos. Ganar o perder, compartir, ser solidarios, competitivos, egoístas, emocionales, fraternos, son todas actitudes que tienen que ver con juegos de dos o más jugadores. Y nada de eso tienen muchos de los chicos de hoy.
        
No conozco la solución al problema. Creo que en muchos casos los efectos de esta generación de niños y jóvenes sin juegos son irreversibles. Sólo puedo sentir la inmensa satisfacción de haber tenido una niñez muy lúdica e interrelacionada, y desear que en el futuro los niños jueguen más juegos de equipo y se enojen menos frente al monitor de la computadora que les gana con las reglas que ellos mismos ponen.


Pueblo Libre, febrero del 2011