jueves, 9 de diciembre de 2010

El Mejor Amigo del Hombre - Parte 3


     Seguimos andando ya casi sin ganas, teníamos la caña buscada con nosotros, habíamos tenido algo de aventura, estábamos cansados. El primer perro que ladró a 40 metros diagonales de nosotros no llamó nuestra atención. Mil veces nos había ocurrido. Seguimos andando, un buen cañazo por la cabeza acabaría con él. Avanzamos 10 metros y detrás del primer perro aparecieron dos o tres más que empinando agudamente sus hocicos ladraron sin cesar. La gente puede oler el peligro, pero no la magnitud de éste. Contamos cuatro o cinco perros contra 10 o 12 chicos, más 35 metros de distancia y algunos proyectiles, y seguimos andando. A nuestro lado Nerón permaneció callado. Estábamos casi a 10 metros de alcanzar la ubicación perpendicular, más próxima a los perros, cuando estos se convirtieron en 9 ó 10, cuyos ladridos estallaban en nuestros oídos. Incluso algunos de ellos habían dado unos pasos hacia nosotros. Entonces caminamos con más prisa, el miedo nos invadió, no mirábamos hacia adelante sino hacia el costado izquierdo. Alcanzamos la posición más cercana y luego traspusimos tanta cercanía, seguimos avanzando para alejarnos de aquellos salvajes uno o dos metros más. De pronto algún perro, abandonó la jauría y corrió hacia nosotros. Entonces Pocho, que ya había preparado su huaraca, le disparó sin permiso de nadie. El perro eludió el proyectil, pero su impacto acicateo a sus congéneres. Entonces vimos como brincaban sobre sus patas acercándosenos, sin dejar de mostrar sus fauces como precipicios mortales llenos de espumas blancas. No lo pensamos dos veces, no alcanzaríamos a huir con nuestras piernas, aquello fue un sálvese quien pueda. La amistad, la prudencia, el honor, todo quedó de lado, éramos Turok contra los dinosaurios. Pero los perros estaban quizá a cinco metros de nosotros, cuando Nerón se interpuso entre aquella jauría, dándonos un tiempo invalorable para escapar. Ganamos la orilla y nos atrevimos a cruzar la acequia de un salto. Unos pasos y salto, al otro lado de la acequia, y esperar. Pero algo falló en mi, caí en medio del agua, mojado, frustrado y temeroso. El resto de chicos logró cruzar. Pedí ayuda a un primo que estaba a unos metros de mí. No hizo caso, o no me escuchó. La verdad, a mis espaldas una nube de polvo se movía como un remolino desplazándose de un lado a otro, mostrando de vez en cuando unos colmillos feroces divisados entre 10 cabezas o pelambres que se entreveraban unos con otros. Yo miraba a los chicos y ellos aquella nube. Sospecho que temían que los perros se atrevieran a saltar aquella acequia, entonces sí que sería el fin; pero yo, tan sólo temía que algún demonio ingresara al agua. A mis espaldas aquello era un infierno desatado y las dentelladas lucían como cuchillos de cocina cada vez más cerca de mí. En medio de aquella nube podíamos ver los rostros transfigurados de aquellos perros que parecían tiburones de tierra y no los mejores amigos del hombre, mordiendo, saltando, y atacando a Nerón. Un perro se desprendió del grupo y se acercó a la orilla ladrándome y mostrando los colmillos con espuma. Entonces miré a mi primo y dije con la seriedad de mis once años, para que oyeran todos, “¿me van a ayudar o no?”. No faltaría mas, podría resbalar pero saldría de allí aunque dejara las uñas en el cauce del agua, estaba decidido. Entonces mi primo sonrió y alargó un brazo. Incorporado ya en tierra firme sólo pude ver como aquella nube de polvo y mordiscos seguía desplazándose indetenible por la frontera de nuestra mirada. Arrojábamos piedras, gritábamos, casi ladrábamos ya, y aquellos demonios seguían mordiendo a Nerón. Nuestras piedras no parecían espantarlos y a decir verdad, temíamos que sólo los atrajéramos hacia nosotros. Entonces, por fin, salió una mujer de aquel rancho, llamó a gritos a sus perros que se retiraron sin dejar de ladrar, permitiéndonos por fin ver a Nerón. Aquello era indescriptible. Su pelaje amarillo mostraba innumerables manchas rojizas, piel en carne viva, sus orejas de por si caídas, estaban aplanadas y estaba revuelto, como acabado de lavar, pero sucio, enterrado y su alegría habitual era un solo de dolor. Sospecho que entonces quisimos tomarlo en nuestras manos y curarlo. Alfredo, su dueño, sólo pudo maldecir a los 10 demonios, y poniéndose a la cabeza de la marcha, reanudó nuestro andar. No decíamos nada. Mirábamos a aquel animal noble que se había jugado por nosotros y cada mordisco, cada sangre que cubría su piel y su mirada triste de hombre vencido, nos dolían en el fondo de nuestras almas de niños. Nada había que decir y nada dijimos. Éramos un cortejo fúnebre, silencioso, doliente. Llegamos a la avenida Industrial, y de allí caminamos derecho hasta tomar Larco. Entonces empezamos a dejar atrás el terror y caminamos con más prisa hasta las casas. Nerón había salido de muchas, saldría de ésta. En los siguientes días el can no quiso levantarse. Las heridas y la sangre que había perdido se lo impedían. Apenas si lograba dar unos pasos como un arrastarse sobre sí mismo. Aquella tristeza no lo abandonaba. Las pócimas, las curaciones, los mejores huesos, no hicieron efecto. Íbamos a visitarlo y al vernos escondía su cabeza entre sus patas delanteras. Las dentelladas no sólo habían herido la carne y ensangrentado el cuerpo y arrancado un pedazo de lomo; habían lastimado el alma de aquel perro generoso que no quería que le viéramos debilitado, tullido, triste. Unos días después murió.



                                                  Pueblo Libre, Diciembre del 2010


 

miércoles, 8 de diciembre de 2010

El Mejor Amigo del Hombre - Parte 2



Algo pasó aquella tarde. Quizás la falta de experiencia de los mayores que nos acompañaban y sabían poco de la vida, quizá el destino quiso jugarnos una mala pasada, quizá andábamos ganosos de meternos en problemas, no lo sé. El caso es que salimos pronto de los cañaverales y en lugar de retornar por el camino habitual y conocido, tomamos el camino de la derecha, como si nos dirigiéramos a la playa, al mar, pero a varios kilómetros de distancia de nuestras casas. Era un camino de tierra, amplio, por el que fácilmente pasaban dos autos. A la derecha teníamos una acequia de unos tres metros de espesor y más allá de ella las plantaciones de caña. A la izquierda habían algunas chacras y de cuando en cuando aparecían algunos ranchos. Yo reconocí de inmediato el entorno. Había estado allí hacia poco más de un mes con mi padre, en nuestro auto, buscando un lugar en donde almorzar. Cómo se le ocurriría a mi padre buscar que almorzar en un lugar tan agreste y olvidado del mundo, no lo sé, pero así era él. Aquella vez, en algún punto del camino una manada de perros chuscos y feroces había acompañado nuestro paso, yo los vi y las ganas de bajar del auto no vinieron conmigo. Esa vez almorzamos algunos metros más allá, en un rancho de cuyo nombre nunca me pude acordar. Pero ahora un Sol africano empezaba a menguar y nosotros íbamos por ese camino amplio y desconocido. Los mayores adelante, los menores después, Nerón cerrando la fila. Llevábamos algunas cañas con nosotros; las huaracas que siempre cargábamos por si se presentaba oportunidad de cazar; Alfredo, el mayor de todos, llevaba un cortaúñas del que había alabado sus virtudes escultistas.
         Nerón más que un perro era un pata del barrio. Innumerables veces se le había hecho pelear en los jardines de las casas contra otros perros: buldog, bóxer, pastor alemán. Algunas veces salía magullado, pero siempre con la moral intacta. No era presa fácil para nadie y le gustaba corretear a los autos que pasaban por la avenida. Su rival más encarnizado era un bóxer, de color café y músculos densos en todo su cuerpo. El dueño era un niño rico vecino nuestro que alguna vez había dicho, te juego, tu perro contra mi perro. El encuentro había sido veloz y rabioso. El bóxer pretendía morder el cuerpo de Nerón pero éste se escabullía y contraatacaba con sus patas y mostraba sus dientes de modo valiente. Finalmente se dieron un revolcón por todo el jardín y el bóxer se retiro y no quiso entrar más a ese ruedo en esa oportunidad. Nerón lo miraba con su lengua afuera, invitándolo a entrar, y ladraba, pero el otro nada. Así, cada perro que le ponían enfrente, los Cueva aceptaban chocarlos convencidos de que su perro triunfaría.
         Esa tarde las nubes llegaron intempestivamente. Algo de viento corrió silbando entre las cañas y el Sol ya no pudo brillar. Nosotros no leímos aquello como señal de que la suerte nos había abandonado. Apenas si nos preguntamos si debíamos regresar, pero ya no cabía caso, era más fácil seguir adelante y alcanzar el asfalto de la carretera Industrial, que retornar por ese camino polvoriento por el que habíamos venido.  Yo no pude distinguir nada, sólo sabía que en algún momento llegaríamos a ese rancho maldito. Secretamente esperaba que ya lo hubiéramos dejado atrás. Por eso me calle. Y porque éramos muchos, y hombres, y valientes...Continuará.

                                    De un rancho similar saldría la muerte

martes, 7 de diciembre de 2010

El Mejor Amigo del Hombre - Parte I



Estaba en medio de una acequia de aguas torrentosas que llegaban hasta mi pecho. A unos metros, a mi espalda, unos perros carnívoros se acercaban rápidamente ladrando sin cesar, mientras mostraban sus fauces dentadas como seres salidos de los infiernos, con rostros de terodactilos insaciables. Frente a mí, pero sin hacerme ningún caso, ocho o diez chiquillos miraban la escena con pavor.
         Todo había empezado horas antes por nuestro irrefrenable deseo de aventuras. Era la época en que parecía que los once años durarían para siempre y la vida era una empresa variada y fascinante. Más que aventuras nosotros buscábamos descubrir mundos nuevos; pero no al estilo de Cristóbal Colón, que descubrió, más bien tropezó con América, por chiripa; sino porque entonces para nosotros todo era demasiado nuevo y desconocido. Y las indias colombinas no estaban allende los mares, sino frente a nosotros; y no sólo las indias, también gringas, mestizas, blancas, y negros, y cholos, y nosotros que éramos todo eso y más. Pero estaba, seductor, lo desconocido, lo no descubierto, lo que los mapas cognitivos de nuestros padres y abuelos no nos mencionaban nunca.
         Sabíamos bien que al oeste teníamos el mar de Buenos Aires y la playa; al este, la ciudad de Trujillo que poco visitábamos; al norte Chan-Chan con su barro y arenas; y al sur, por allí se llegaba al verdadero fin del mundo, pasando antes por un riachuelo de aguas  cristalinas donde algunas veces íbamos a cazar, digo bien, cazar peces de colores. Pero ignorábamos qué contenían los espacios intermedios donde cada metro, cada decámetro o parcela o cuadra, contenía lo ignoto, lo prohibido, lo que abría inconmensurables nuestros ojos y demás sentidos.
         Nos habíamos reunido los 10 niños de nuestra cuadra que hacíamos con cierta habitualidad la caminata de sabe Dios cuantos kilómetros hasta los cañaverales que estaban muy al frente de nuestras casas, tan lejos que eran invisibles a nuestros ojos y sólo sabíamos que estaban allí, a la altura de ese cerro de cumbre tan plana que nuestra imaginación infantil identificaba como pista de aterrizaje de naves espaciales. Alguna vez iríamos a esperarlos llegar, escondidos, silenciosos, sagaces, pacientes, y de pronto, !ajá, los descubrimos! !Manos arriba marcianos¡. También estaban con nosotros algunos de los mayores, chicos de catorce, quince, dieciséis años, hermanos o primos de nosotros. Y estaba Nerón, ese perro chusco con dignidad de caballero andante que era mascota de los Cueva. Tenía un pelambre amarillo y una mirada de gente que entendía las cosas de la vida. Se alimentaba de camote, huesos, y otros restos comestibles, como todo buen perro que se preciara de serlo.
         Hacia el norte los mundos nuevos empezaban siempre en la avenida Larco, de la que partíamos como cosa habitual, sabedores de que a cinco metros de ella podía ocurrir lo inesperado. Pasamos las primeras higuerillas que se levantaban  como linea divisoria y cuyos frutos inservibles usábamos como munición de cacería. Pasamos, digo, y caminando por un sendero terroso y duro llegamos a las primeras chacras. Eran unos cultivos de corta estatura que podrían ser tomates, camotes, alfalfa, en fin, plantas. En esas primeras chacras, pero desde las puertas de sus casas, algunos perros al oirnos pasar salían a embullarnos, como si nuestra presencia desatara algún mecanismo automático en sus faringes que los llevara ladrar y ladrar. Sólo los muy osados se acercaban bastante a nosotros. Nos poníamos a distancia caminando por senderos empinados y libres de vegetación, que los mismos propietarios usaban para desplazarse sin dañar sus plantaciones. Algunas veces Nerón se detenía, miraba en dirección de los ladridos y ladraba sereno, empinando un poco el hocico, como si en lenguaje canino exigiera calma o diera alguna excusa a sus congéneres, no sé, algo así como, no fastidien, somos gente de bien. Luego se callaba y seguía caminando interpuesto entre nosotros y los ladridos. Esa fue la tónica, atravesar chacras a la carrera cuando se podía, o usar senderos de tierra, saltar sobre canales de regadío, eludir compuertas de agua. Así llegamos a los cañaverales.
           
Las cañas pueden ser rojas o rubias. Nosotros las preferíamos rubias porque son más jugosas y más suaves, pero en verdad, sacábamos lo que podíamos tratando de que no nos pescaran los guardianes. Eran señores de a caballo que siempre llevaban unos machetes impiadosos que a mi me parecían cosas de matar hombres cada vez que los veía relucir sobre los caballos. Cuando los guardianes nos descubrían trataban de espantarnos hablando con voz de autoridad. A veces les hacíamos caso, a veces  les decíamos ya nos vamos, y dábamos una vuelta para reingresar por el mismo lado; a veces les hacíamos conversación para ganar su confianza y que nos dejarán llevarnos las cañas sin hacerse problemas, después de todo parecía haber millones de millones de ellas. A veces cuando reingresábamos sin su permiso y nos descubrían, nos perseguían con sus caballos como si fuéramos conejos, entonces ingresábamos a los cuarteles de caña a escondernos, y surgíamos después de un rato por otro lado, todo lacerados por los cortes de las hojas, todo ardiéndonos la piel en carne viva, pero sudorosos y felices de estar vivos, lejos de caballos y machetes...Continuará